Durante siglos, en una sociedad donde el 90% de la población era analfabeta, los centros religiosos fueron los encargados de conservar la cultura manuscrita. Los monjes, en el silencio de los monasterios, se ocupaban de copiar los textos con una caligrafía exquisita, así como de realizar las ilustraciones, bellísimas miniaturas que decoraban las páginas de los manuscritos.
Una gran parte de la producción de códices estaba destinada a la reproducción de libros litúrgicos y de carácter religioso (biblias, libros de horas, etc.), pero también se copiaban documentos administrativos, crónicas reales, cancioneros, obras literarias seculares o los textos clásicos.
La aparición de las universidades y la emergencia de un estamento laico acomodado y culto hicieron que el monopolio monástico en la producción de libros desapareciera. Talleres de corte y urbano, estos últimos sobre todo en la etapa bajo medieval, se dedicaban a la producción de manuscritos.
La monarquía, la iglesia, los banqueros y comerciantes eran tanto sus promotores como sus destinatarios. Los códices se convirtieron en todo un símbolo de lujo y de poder. La presentación del texto o el estilo decorativo dependían del destinatario de la obra. Normalmente, en sus páginas se incluía el escudo del propietario; de esta forma, se dejaba constancia del poder económico del mismo.
Durante el siglo XIV, París se convirtió en el centro de producción de miniaturas. Su influencia se extendió por toda Europa. Los artistas viajaban con frecuencia, empapándose de la forma de trabajar de otros centros artísticos. Se originó toda una industria alrededor de la elaboración de los manuscritos iluminados.
Las miniaturas que atesoran las páginas de los códices se consideran como uno de los exponentes más significativos de la creación artística de la Edad Media.
Los iluminadores, a través de una serie de recursos visuales, conseguían causar en el espectador un gran impacto, a la vez que transmitir eficazmente sus mensajes.
En la actualidad, las imágenes medievales que enriquecen las páginas de los manuscritos siguen provocando, en todo aquel que las contempla, el mismo efecto. Auténticas y exquisitas obras de arte que deben ser equiparadas con el mejor arte europeo de su tiempo. El hecho de que gran parte de los manuscritos iluminados de la Edad Media y del Renacimiento se hayan conservado en palacios y monasterios ha permitido que su estado de conservación sea asombroso. Está en nuestras manos conservar el patrimonio cultural que ha llegado a nuestros días. Con las ediciones facsímil se aporta un granito de arena a esta encomiable labor. Estas ediciones permiten a los amantes del arte en general, y de las imágenes medievales en particular, contemplar y disfrutar estas joyas que aúnan el saber y el buen hacer de épocas pasadas.
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Dra. Ana Sánchez Prieto y Roger L. Martínez
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